La desconfianza en los CDC no se debe al Secretario Kennedy o al Presidente Trump. Se debe a que los CDC permitieron que los sindicatos de maestros redactaran las directrices de salud pública para cerrar las escuelas, lo que desató retrasos en el desarrollo y problemas de salud mental que tardarán una generación en rectificarse. El trabajo de los CDC es controlar las enfermedades. Reciben una F en esa misión. América es ahora el país más enfermo del mundo desarrollado y tuvo las tasas más altas de muertes por COVID per cápita porque nuestras instituciones de salud han fracasado de manera tan lamentable en mantener saludables a los estadounidenses. Los estadounidenses han perdido la fe en los CDC porque la organización gastó 900 millones de dólares en una campaña publicitaria que decía que la vacuna contra el COVID prevenía la transmisión. Los estadounidenses han perdido la fe en los CDC porque las divulgaciones recientes muestran que la organización retuvo intencionadamente información sobre el riesgo de miocarditis de las vacunas contra el COVID. Los estadounidenses han perdido la fe en los CDC porque la organización todavía enumera forzar a los niños a beber fluoruro y a las familias a tener menos hijos como los logros públicos más importantes de la historia moderna. Esto no resta valor a los empleados dedicados que aún están en los CDC y a la importante misión de la organización, pero los medios y los "expertos" en salud pública necesitan madurar y mostrar algo de humildad. Roma está ardiendo en lo que respecta a la salud estadounidense. El Presidente Trump y el Secretario Kennedy no son responsables de nuestra crisis de salud pública. Son responsables de identificarla y canalizar el abrumador (y correcto) clamor de los estadounidenses por la reforma. Si los empleados de los CDC quieren defender el statu quo y no están alineados con una reforma, deberían renunciar.